Por
Rodulfo Reyes
Desde aquel 30 de mayo de 1984 que fue privado de la vida el periodista mexicano más importante del siglo pasado, Manuel Buendía Tellezgirón, cuando salía de su oficina en pleno centro de la capital del país, no se había tratado de matar a otro comunicador de esa talla, lo que indicaría que la delincuencia organizada ha dejado de temerle al Estado mexicano por su falta de políticas públicas y estrategias para atacar la inseguridad, y por eso actúa sin cuidado en el corazón político de la nación.
Por muchos años, este reportero ha venido insistiendo en que los muertos del oficio los ponía la provincia: de una forma u otra los criminales se habían cuidado de no meterse con colegas metropolitanos para no exasperar al avispero de enfrentar a las fuerzas públicas asentadas en la sede del poder Ejecutivo federal.
De acuerdo con el registro sobre ataques a la prensa mexicana, tras el asesinato hace 38 años de Buendía, la única agresión al gremio en la CDMX ocurrió el 1 de agosto de 2015, cuando asesinaron al fotoperiodista Rubén Espinosa Becerril, de la revista Proceso, pero este había emigrado de Veracruz ante las amenazas del gobierno estatal.
Antes de “exiliarse” en la capital, Espinosa reveló que tuvo que huir por el contexto de violencia que vivían los comunicadores que criticaban “el mal gobierno” de Javier Duarte.
Así que el atentado que sufrió Ciro Gómez Leyva, uno de los comunicadores más importantes del país, viene a ser el primero tras casi cuatro décadas de que el crimen organizado mostró sino respeto sí al menos indiferencia por el quehacer periodístico.
El autor de estas líneas siempre había creído que los líderes de opinión de la Ciudad de México podían escribir libremente sobre temas relacionados con el narcotráfico y la corrupción política porque vivir en la misma ciudad en que reside el Presidente les ponía un chaleco antibalas.
Además, los sueldos devengados por columnistas capitalinos alcanza para contratar protección personal, como el caso del columnista Héctor de Mauleón, especializado en temas de seguridad, a quien le quisieron robar su auto, pero uno de sus guardaespaldas, un militar retirado, mató a uno de los ladrones.
Más allá de que no existe prueba alguna para acusar del atentado al mandatario Andrés Manuel López Obrador por el clima de violencia generada por su política de atacar a periodistas, lo que queda claro es que su inacción ante el crimen organizado ha provocado que las organizaciones delictivas ya no le teman al Estado.
Y a mejor prueba es que el 26 de junio de 2020 el secretario de Seguridad de la CDMX, Omar García Hartuch, fue víctima de un ataque con lujo de violencia en el que murieron tres de sus escoltas, y del que salvó la vida por el grado de blindaje de la camioneta en que se transportaba.
El pasado viernes que se “solidarizó” con Ciro Gómez Leyva, el Presidente reconoció que la muerte de un comunicador de su importancia podría generar inestabilidad política en el país, pero no dejó de atacar al gremio: tras lamentar el atentado volvió a la carga.
Vaya, dos días antes de la agresión al conductor de Imagen Televisión había dicho que escuchar a Ciro podría provocar “un tumor en la cabeza”.
Cuando ya han pasado cinco días del atentado de los nueve disparos que un blindaje separó de la cabeza del comunicador, López Obrador no ha detenido su política de agresión al ejercicio periodístico.
Paralelamente, cuentas en redes sociales vinculadas a su partido Morena y al gobierno federal, siguen machacando la tesis de que se trató de un “autoatentado” orquestado por la oposición para perjudicar al gobierno del tabasqueño.
Si en vez de agilizar la investigación para dar con los autores materiales e intelectuales, el régimen se apresura a criminalizar a Ciro Gómez Leyva por haberse mandado a matar él mismo, las fuerzas del crimen enquistado en la CDMX podrán desenfundar sus armas sin recato para cobrarse las denuncias de columnistas de la gran urbe de hierro, muchos de los cuales aparecen en la lista de los insultados por el de Macuspana.
Si se desata una ola de muertes en la prensa de la capital mexicana, el pecado no solo será de quienes ordenan las ejecuciones y quienes jalan el gatillo, sino también del Presidente por el discurso de odio que ha provocado que ya nadie respete a los periodistas.